Domingo en lo de la abuela.

    Domingo lluvioso. En el pueblo siempre amerita a bajonearse. De todas formas, nos juntamos igual en lo de mi abuela Rosa a almorzar en familia. Ninguno de los Sanguinetti iba a perderse por nada del mundo los tallarines caseros con tuco, con sabor a manos de abuela y amor infinito. Además éramos conscientes, aunque nadie lo dijera, que no serían eternas estas reuniones. Al abuelo lo despedimos hace ya quince años, y de vez en cuando lagrimeamos al recordarlo. Rosita pareciera ser la más fuerte de todos, pero vemos en sus ojos la nostalgia de no tener a su marido halagando cada preparación que lleva a la mesa. 

    Sin poder movernos de la cantidad que habíamos comido, empezaron a irse de a poco cada uno a su casa a dormir la siesta, prácticamente un acto religioso e impostergable. Ayudé a mi abuela a ordenar y lavar todo lo que se había ensuciado. No tenía ganas de acostarme a dormir, sentía que era sumar más oscuridad a la tarde nublada. Mi abuela si se acostó. 

    Me quedé sentada en el sillón, estuve un poco con el celular, pero nada me atraía. Prendí el televisor y tampoco, no sentía encontrar ni un programa “como la gente”, ni que al menos lograra saciar esa sensación de intranquilidad que no se por qué aumentaba en mi. Lo apagué. Tomé un mazo de cartas, infaltable en la repisa de la casa de la abuela, y empecé a hacer torres con los naipes. Imaginense cuanto tiempo estuve con eso. Creo que decir cinco minutos es exagerado.

     Decidí ir a ver qué cosas había guardadas en el cuartito del fondo. Pensaba encontrarme objetos innecesarios que en cada una de sus 7 mudanzas de los últimos diez años mi tía Mariana dejaba. Innecesarias, “porquerias” siempre dice mi abuela. También mi hermano que, cada vez que mi mamá en mi casa se sacaba por el desorden, dejaba raquetas de tenis, pelotas de basket o de fútbol. Básicamente cosas que todos sabíamos nunca más íbamos a tocar. 

     Seguí revisando. Saqué un poco de tierra y telas de araña. Al parecer de algo me había olvidado, y era que yo también había dejado guardado algo ahí. Cuando la vi, me invadió una catarata de recuerdos de cuando la armé. En ese momento, 12 años atrás para poner en contexto, quiese atesorar todo lo material que era parte de mi. Tenía que mudarme a Capital Federal y no quería ni podía llevar, por ejemplo, el guardapolvos de la primaria firmado por mis compañeros.

    Aunque con el paso del tiempo la mirada sobre las cosas cambian, representaba mucho a esa piba que fui. Era una caja de un tamaño un poco más grande que las de zapatos, forrada con goma eva violeta, con una V en un papel brilloso en la tapa. Se usaba en el momento, recuerdo que mis amigas y compañeras de escuela también hicieron lo mismo. 

     La abrí, y sentí vivir el momento en que la cerraba. Una adolescente caprichosa, rebelde, cargada de sueños y esperanzas. Alla estaban guardadas unas fotos instantáneas que nos sacabamos con mi grupito de amigas en cada feria donde había cabinas, la carta que me escribió mi mejor amiga Luli para mi cumpleaños de 15, un par de tarjetitas que intercambie cuando fue mi comunión, un diario íntimo de los primeros años de la escuela primaria (me acuerdo como si fuera hoy que mi mama me lo regaló con la premisa de que escribiera lo que me pasaba porque básicamente estaba insoportable) y un teléfono viejo. Tenía para rato con todo eso que me estaba reencontrando, para cuando mi abuela se levantara y volviera la familia a comer facturas y tomar mates seguramente ya terminaría.

     No sé por qué primero abrí el diario. “¡Hola a todos! yo soy Valu, y tengo 9 años. Mi seño Laura una vez dijo que en los diarios se escribían cosas de nosotros, así que yo voy a hacer eso. Vivo con mi mamá, mi papá y mi hermano. Mi familia es lo mejor que tengo y los amo a todos” decían los primeros renglones. Estaba escrito con letra mayúscula desprolija. Me hicieron reir los relatos que escribía involucrando a los chicos que me gustaban en los personajes típicos de príncipe azul, y a mis amiguitas que les gustaban lo mismo como las malvadas feas.

    Tenía varias alternativas para elegir con que seguir, y me decidí por el celular. Era un Blackberry negro, con unos stickers pegados, ya desteñidos, en la parte de atras. Lo que quise ese teléfono y lo que insistí para que me lo compraran, databan de una niña un poco consentida, pero bueno, que se le iba a hacer ahora. Lo prendí. 

    El fondo de pantalla delataba de los años que hacía no lo usaba nadie. Quiero confesar que me causó mucha risa verme con diez años menos, en el baño del boliche del pueblo, con mis cuatro amigas más íntimas haciendo piquito. Y mejor no ahondar en cómo estábamos vestidas y maquilladas.

     Entro a las fotos. Muchas eran de esas que envian las tias y abuelas cada día del año, deseando un buen día, una buena semana, un buen mes. La peor parte es que hoy mismo lo hicieron también. Para ellas cualquier motivo es digno de seguir saturando los celulares del resto de la familia pero ¿quién se atrevería a enfrentarlas?, además de que las queremos ¿no? 

     Me enternecieron todas las que tenía de bebitos que iban llegando a mi vida, recuerdo que me instalaba en sus casas a cuidarlos en las tardes libres que tenía. Hoy ya casi miden lo mismo que yo y en breve los encuentro en el único boliche que hay en el pueblo. Si, no importa en qué temporalidad me leas, en Rojas solo va a haber un boliche y un par de pubs.

    Recortes de fines de semana de locura con amigas también aparecían. Bailando cumbia villera con Alber y Juli, o cuando Ceci no aguanto mas y quedo dormida en la mesa de la panchería de enfrente de la plaza, como olvidarlo. El baile de la primavera, el ultimo primer dia, y las mañanas al pedo con mis compañeros de escuela me gusto mucho recordar. Me hizo sentir bien. Fue un rayito de sol.

     Tal como el cielo de un día nublado a punto de llover, mis ojos se llenaron de lágrimas. En esa extensa galería, vi el video que tantas noches de desvelo protagonizó y hoy pensaba que ya no lo recordaba. No es que me trae recuerdos feos ni nada por el estilo, sino porque no quiero enfrentarme con esa parte de mi que aún duele. Soy partidaria de encarar las cosas, y más las que nos ponen en situaciones incómodas, así que toco el botón del centro y arranca el video. Se me hace un nudo en la garganta.

     Sentí conocer el video entero de memoria. Para ponerlos en contexto, era mi abuelo Cacho cantando una canción en italiano (su madre había emigrado de Italia a los 14 años, y siempre les transmitió la cultura) en el anfiteatro natural de la Quebrada de las Conchas en la provincia de Salta. Él se acercó a unos artistas que estaban todos los días allí, y le preguntó si podía cantar algo. No tenía nada de vergüenza, y era el más gracioso y simpático del mundo. Lo veo y reafirmo cada vez más el cariño que le tuve y le tengo. 

    Estaba parado en medio de una inmensidad rocosa y tierra rojiza. Vestia unas zapatillas de basket que le ayudaban a mantener su tobillo quieto, dañado en un accidente muy grave que sufrio a sus 17 años, un pantalon negro y una remera de “Ramones” que aun es mi favorita para dormir y recordarlo. A su lado se encontraba sentado en una silla, un artista local de los que les mencioné más arriba, con unos anteojos de sol redonditos, un gorro coya y una guitarra color verde en su falda. 

     Cantó “Mamma” y lo hizo mejor que todas las anteriores veces que lo habia escuchado (como dato de color, a mi me gustaba más escucharlo interpretando temas de Nino Bravo). Con mucha alegría e intensidad, y con la magia que ese anfiteatro prestaba. Cuando termina, se escuchan los aplausos de mi abuela y de otras turistas que estaban por ahí. Me detengo en su sonrisa. Plena como siempre. Hacía rato que ya por las obligaciones que presenta la desgastante vida adulta no me detengo a extrañarlo, sentirlo, llorarlo.

     Siempre estuve muy orgullosa de él, en vida y después de que murió. Me recuerdo de chiquita yendo al almacén contando quién era mi abuelo. Mismo ahora de grande cuando alguien me pregunta, digo con el pecho inflado de quien soy nieta. Tal vez sea algo común de los pueblerinos, bah, no sé. La gente en la gran ciudad siento que actúa distinto. Quizás sea solo un prejuicio. O esté marcada con algo que todavía me arde. 

     Las últimas palabras que me dijo mi abuelo Cacho cuando estaba en terapia intensiva fueron “hacete valer mi amor, recorda que tu abu siempre te tuvo fé. Vos podes todo en la vida, y no mereces que nadie te haga daño”. Puede parecer cliché, pero no se imaginan cuánta valentía me dieron para afrontar lo que me hicieron esos malnacidos. 

     Si, malnacidos puede que les quede corto. Llevaba dos meses viviendo en Buenos Aires. Mi rutina consistía en ir del departamento a la facultad y de la facultad al departamento. Todavía no tenía amigas, pero por un trabajo grupal que nos pidieron para una materia empecé a forjar un vínculo con Juliana. Ella vivía una situación completamente distinta a la mía. Ya era mamá, y estaba retomando un objetivo postergado durante mucho tiempo por diferentes adversidades que se le fueron presentando. 

     Juliana me propuso ir a un bar que le gustaba mucho, yo le dije que sí, obvio. Pensé que de esa manera empezaba eso tan lindo que todos decían que se vivía cuando te desligabas del pueblo y sus ataduras, para empezar una nueva vida, llena de amigos, libertad y diversión. 

     Lamentablemente no fue así. Las intenciones de ella claramente no eran las mismas que las mías. Me entrego como carne fresca a los lobos. Me presentó a Matias, su hermano, que me dio algo de tomar en la casa de Juliana. Sentí que estaba mareada. Me invadió un fuerte calor. Y mi vida cambió.

     Recuerdo como si fuera ayer cuando al otro día abrí los ojos, en un lugar lejano, que no conocía. Tenía la sensación de que ya no era más la misma. De que me habían arrebatado todo. Y por un tiempo fue así. Hicieron conmigo lo peor que se puedan imaginar se puede hacer a una persona. Y más a una persona inocente que lo único que buscaba era amigos para pasar los tiempos libres y coleccionar anécdotas cargadas de risa, no de miedo.

    Por suerte puedo contarlo. Por suerte sobreviví. Me costó mucho enfrentar a mis papás para que lo sepan. Hasta ahora con el resto de la familia de esto nunca hablé. Solo se que de vez en cuando comentan por lo bajo cuando, cuando no estoy, respecto a qué pasó conmigo. 

    Que paso con esa chica que se despidió de todos con la valija cargada de sueños, y que al tiempo regresó a su nido con las alas lastimadas. Hoy ni siquiera yo sé bien qué pasó. Solo estoy segura que alguien de algún lugar del universo me ayudó.



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