"La segunda semana en el campo"
Era invierno, a medianoche. Como era habitual, me desperté para ir al baño y tomar un vaso de agua, para luego regresar a mi cama. Volví, me tapé y cerré los ojos.
De repente me siento caer hacia un pozo sin fin, me desespero y mucho, estoy gritando pero nadie me escucha. Se sentía blando, oscuro y frío. El estruendo de un espejo que se reventó contra el piso me hizo saltar de la cama. Mi corazón latía muy fuerte y jadeaba por el mal momento que había pasado. Todo indicaba que era una pesadilla, aunque lo del vidrio si era en mi casa, en mi propia casa, más precisamente se sentía que venía de la cocina.
Entre el susto y el estado de somnolencia, me puse las pantuflas. Mi hermano que duerme en una cama al lado de la mía no estaba, pero supuse que ya se había ido a la escuela, aunque algo en mi interior me extrañaba.
Salgo del cuarto, me ruge la panza, necesitaba con urgencia el café y las dos tostadas de todas las mañanas, así que encaro para la cocina.
A partir de ahora todo cambio en la normalidad de mis días. Por trabajo de papá, hacía dos semanas que nos habíamos mudado de la ciudad al campo. Las paredes del pasillo que conecta la habitaciones con el comedor están llenas de portarretratos con fotos familiares, de nosotros cuatro, y algunas con mis abuelos Cacho y Neli, mis tíos Pablo y Mariana, y mis primos Pancho, Feli y Matu, que como vivimos lejos, es la manera de tenerlos presentes siempre.
Pero cuando esa extraña mañana paso caminando por ahí ya no estaban nuestras fotos. Ahora había diferentes retratos de enanos, parecían los de Blancanieves. Un fuerte calor me invadía. ¿Qué es todo esto? se preguntaba mi cabeza sin parar.
Llego a la cocina. Estaba mi mamá de espaldas. "Mami", le digo. No se gira. Le vuelvo a insistir y me acerco. Sentí que estaba pero que a la vez no, y tenía en su mano un jeroglífico que jamás había visto. Me parecía estar siendo la protagonista de una película de terror, pero por más de que toda mi cotidianeidad estuviera dada vuelta, seguía con mi ritmo.
Listo el café y las dos tostadas, me siento en la mesa del comedor a desayunar. Prendo la tele, y como nunca, puse Disney. Allí transmitían en ese instante la película Blancanieves. A esta altura el desconcierto era total, pero la sensación de miedo se había aliviado. Pasó mi papá por mi lado, ni siquiera me miró, pero eso no me causó nada.
Aun recuerdo que el unico que actuó como siempre fue Toti, mi perro, un callejerito negro de ojos marrones que adoptamos hace unos años de un refugio, mi mejor compania. Cuando lo vi llegar del patio moviendo la cola me tranquilice, y me fui a un cuartito alejado de la casa, donde supuestamente, según cuentan los lugareños, hace muchos años vivía un enano.
Era la segunda vez que allí iba, la anterior había sido con mi hermano y no había notado nada peculiar. Lo vi como una buena opción para pasar el rato entre tanto desorden. El lugar se veía en mal estado, como si en un momento hubieran guardado herramientas de trabajo, y que ahora solo quedaban unas pocas.
Decidí ponerme a leer un libro que me regaló mi abuela la última vez que la visite. A las tres páginas llega Toti con su pelota de colores, y a él no puedo nunca decirle que no. Empezamos a jugar, yo se la tiraba y él la corría, en la habitación teníamos lugar. En uno de los tiros, mi perro no la corre, entonces voy yo a buscarla para volver a tirarsela y cuando me agacho veo algo que me deja perpleja.
Era la escultura de un enano de yeso con una pinza de podar en sus manos. Su cara se parecía mucho a las de los portarretratos, y se lo notaba viejo, rasgado y con la pintura salida en partes. En un abrir y cerrar de ojos, este adorno se convirtió en un ser de carne y hueso. Yo grité hasta enmudecer del miedo. Cuando lo volví a mirar tenía en su rostro una tierna sonrisa y en su mano el mismo jeroglífico que mi madre. Nuevamente era de yeso.
Me quedé tranquila, los enanos que todo el día me habían estado atosigando ya no me parecían malos ni me causaban temor. Volví a mi casa, fui a mi pieza y me acosté nuevamente.
Las 08 am marcaba el reloj antiguo del living, cuando suena la alarma de mi hermano. Otro día comenzaba. Desde lejos podía sentir el inconfundible aroma de pan tostado y un rico café de la mañana en el campo, hecho por mi mamá.
Me di cuenta que al final, todo había sido solo un alocado sueño.
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